Del mar y yo (III parte)

El dejó cuatro llamadas perdidas, yo dejé la cordialidad en el suelo.

Mi interior trataba de decirme algo y no podía comprenderlo. Estaba deshidratada, seca. Mis opciones se habían reducido a un cúmulo de ideas sin concretar, estaba ansiosa, adolorida, mareada. Mi sistema nervioso ardía en desesperación, la lluvia continuaba. Había dado 69 vueltas en la cama, movía mi pie derecho al compás de la sirena de una veloz ambulancia que seguramente no atendía el primer accidente del día, mi pelo alborotado se enmarañaba con la almohada, la estática era asombrosa. No dejaba de sentir, el corazón latía a la rapidez con la que el hígado absorbe THC, debajo de mi frente había una presentación fotográfica de memorias absurdas, algunas sacadas del monitor y otras de mi piel, sonaba la música, hacían cola las palabras, observaba orquídeas, más de 123 sórdidas locuras, pusilánimes besos y mordidas, uñas en la espalda, venas verdes, pies llenos de ácidos y toxinas, danzas eróticas, dolor de garganta, frío, humo…

Me levanté agotada, había vivido más en ese momento que en todo el día. Me senté sobre la esquina de mi cama, agachada veía mis pies, eran muy blancos, delgados, pequeños, estaban fríos como casi siempre, mis uñas, eran cortas, quizá demasiado, ¡no!, eran exactas, curiosas, me gustó lo que vi. Respiré profundo y vi el techo, estaba sucio, mal hecho… el dolor de espalda no me dejaba en paz, por momentos creía que iba a suceder una metamorfosis como la de Kafka, o que me estaban repellando con cemento cual casa vieja, de adobe, de cuadros con telarañas, de polvo en marcos, de pelos en el sofá, de televisión sin control, de silencio anaranjado, de sillas quebradas, de puertas oxidadas, de platos sucios y sartenes grasosas.

Había dejado que alguien succionara de mí, las ganas. Sí, una sanguijuela había chupado cualquier tipo de incentivo que avivaba mi espíritu soñador. Ese era mi problema, ya no creía en nada; y eso al final de cuentas hoy me mantenía incrustada en este colchón.

Mis manos tapaban mi rostro, me restregaba los ojos cuando el móvil sonó de nuevo, era esa llamada, él me rescataba de nuevo, quizá después de esto merecía nominarlo a esa entrega de medallas y dólares de “héroes anónimos” por salvarme, por evitar mis lágrimas, mi cólera, mi dolor de estómago.

-¡Hola! Esto de la lluvia parece que no va a cesar en días.
-- Sí, eso parece…
-A mí no me importa, ¿Y a ti?
-- No. Tengo la suerte de no poder perder nada.
- Estamos en la misma situación. ¿Puedo verte?
-- Los noticieros anuncian que nadie debe salir de casa.
- Nadie debe, pero todos pueden. Si algo pasa, por lo menos me quedaría atrapado en tu casa, o camino a verte, sería una de esas muertes “valientes”.

Reímos juntos, suave, lento.

Esa noche esperé ansiosa. El tiempo no pasó como de costumbre en la ciudad, podía contar las gotas de agua que caían en la ventana, peiné mi pelo quizá 100 veces, pinté mis uñas y las despinté, lavé mis manos, me unté de crema, encendí 4 barras de pachulí, la número 5 fue de sándalo y se acabó al mismo tiempo en que terminaba de subir mis medias negras, una falda de tubo se ajustaba a mi cintura inquietamente y a medio camino del zapato y la bota encontré unos botines que me recordaban los libros de la corte francesa, me hacían ver relativamente alta y eran adecuados para mantener el agua fuera de mis dedos, me arropé con una chaqueta y enmarqué mi cuello con una bufanda que había traído de aquel lago que visitan miles de turistas en mi país. Estaba dispuesta a salir bajo la torrencial lluvia, sabía que él también. Me vi al espejo, y coincidí con la mayoría, mis ojos eran grandes, a mi gusto, eran muy grandes, pero no los cambiaría ni por un par de verdes, sonreí. Los adorné con un sutil delineado y terminé abrochando mi blusa tres veces antes de lo debido.

El reloj daba las 20:53 y él estaba afuera, cogí mi bolsa, mis llaves y mi paraguas rojo.
(continuará)

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